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sábado, 23 de marzo de 2013

Filodoxar: hacia una filosofía compartida y sin finalidad.




“Toda posición de deseo contra la opresión, por muy local y minúscula que sea, termina por cuestionar el conjunto del sistema capitalista, y contribuye a abrir en él una fuga”
Gilles Deleuze y Félix Guattari, Conversaciones

En un contexto como el actual donde las urgencias apremian, hablar de filosofía (así  en general),  o de una práctica filosófica que se plantea sin una finalidad específica,  parecería remitirnos a  cierto anacronismo. Un sinsentido o a una suerte de hobbie para jóvenes snobs  y aburguesados.
La filosofía suele estar emparentada con incansables  (e infructíferas) búsquedas de verdades absolutas, con sesudos análisis de la realidad, que desde la reflexión y la posición crítica develan la verdad oculta que habita en los distintos procesos cotidianos. Con palabras difíciles, con lecturas complejas, con citas de autoría foránea que deberían ser esclarecedoras para nuestras problemáticas locales. La filosofía, y el filósofo, como su intérprete entre los mortales, suele responder a una burlesca caricatura de erudito.
La dificultad que se nos presenta al vincular estrechamente filosofía y procesos de desnaturalización, está se relaciona a la concepción platónica de verdad y la figura de filosofo-rey que de ésta se desprende. Nos resulta ineludible escuchar de fondo la crítica platónica a la dóxa, cuando tomamos a la práctica filosófica como el método idóneo de desenmascarar la verdad que yace oculta. Postulando, automática e inevitablemente, una verdad por alcanzar y al filósofo como el (único) encargado de develar-La. Como consecuencia de esto se produce un alejamiento con los procesos reales de lo que acontece y con los discursos concretos que están siendo. El filósofo queda, por lo general, aislado en ese tomar distancia para ver mejor, y su aporte termina por no ser mucho más que un pintoresco y disociado discurso que no considera las problemáticas reales de la sociedad a la cual pertenece. 
Creemos, que este imaginario revela un ideal regulativo de la actividad intelectual en general, que se ha ido enquistando en nosotros debido al corte ilustrado de nuestra formación académica (sea ésta del nivel que sea), donde se da por supuesto un determinado estereotipo de pensador-erudito.
Para ayudarnos a desgajar esta imagen idealizada de la filosofía y  poner en cuestión la figura rígida del filósofo, Nietzsche viene a nuestro auxilio. Acercándonos al filósofo del “peligroso quizá”, donde lo que sale a luz no es otra cosa que la tendencia humana a crear sentidos y buscar imponer, con ellos, nuestra voluntad de poder. Al correrse de los absolutos (al desprenderse del en sí), la imagen del filósofo que accede a las esencias, aquel que se ve guiado por una ascética voluntad de verdad (el filósofo platónico por excelencia), queda también deformada.
No sólo tendemos a los sentidos, sino que estos nos resultan vitales. La configuración de mundo, donde se imponen los sentidos, nos posibilitan la autoconservación (la posibilidad de persistir en el ser) y lo que nos importa ahí es la funcionalidad del sentido, su utilidad para la vida. No se trata ya de buscar develar la verdad en sí del sentido, sino de asumirlos para poder desenvolvernos, con cierta comodidad, tanto en los procesos reflexivos como en el transcurrir de lo cotidiano. Pues podemos perfectamente necesitar para el desarrollo de  la vida apoyarnos en un sentido que, desde la óptica platónica resultaría falso, o como Mónica Cragnolini nos invita a pensar, retomando la concepción nietzscheana, solemos necesitar de “falsificaciones” que le den cierta regularidad al deviniente caos.[1]
Entendiendo de esta manera a la práctica filosófica, el filósofo no puede nunca posicionarse por fuera. No está ni afuera ni arriba de los procesos sociales, puesto que, en tanto práctica, la filosofía es una potencia vital de lo humano, una pulsión diríamos desde la psicología. Por lo que el filósofo no es otra cosa que aquel que en el transcurso de su vida se abocó a recabar herramientas especificas a dicha práctica, dirigiendo buena parte de su energía vital en busca de satisfacer esta pulsión. Tanto sea desde el ámbito institucional  como por fuera de él.
Vale aclarar en este punto, que al referirnos a la filosofía como esta suerte de impulso vital o pulsión inherentemente humana, estamos pensando más en el contenido de ese impulso, que en la nómina o el fin del mismo. Podemos nombrar ese impulso de distintas maneras, podemos englobarlo en otros nombres, no es eso lo que nos resulta relevante. Lo que buscamos poner de manifiesto es la tendencia a generar sentidos, la necesidad de imponer un orden (aún cuando éste sea ficticio) al caótico trasfondo que nos presenta el mundo circundante.
No se trata aquí de determinar ese impulso vital, definir esa voluntad de poder o encausar esa pulsión en un objeto que fije sus reglas y transmita mandatos. Se trata, ahora, de asumir lo provisorio del sentido y de incluir la posibilidad de ser determinados a través del azar, de lo lúdico. Entendemos que dejarse llevar por lo lúdico, es dejarse estar en el trasfondo indeterminado de la nada, crear sentidos desde este trasfondo de precariedad ontológica.
Otra filosofía es posible. Al desligarnos del deber ser de la filosofía, podemos comprender que la práctica filosófica está siendo, y asumirnos en esa práctica de constante transformación  que nos invita a arrojarnos por senderos que exceden lo estrictamente racional. Si la potencia filosófica está en todos, la tarea del filosofo será en todo caso la de guiar, permitiendo desarrollar o  incrementar, esa potencia. Esto no en un sentido ilustrado, sino entendiendo que al incrementar la potencia de otro, se retroalimenta la propia y el proceso se vuelve enriquecedor en sí mismo, rompiendo con los límites del individuo/sujeto. El intercambio filosófico no es ni puede ser limitado a ámbitos institucionales, precisamente porque se hace presente en todos los ámbitos (se disemina, como diría Derrida).
Por eso, cansados de las falacias de autoridad y de las capciosas búsquedas de verdades eternas, proponemos en su lugar, filo-doxar sin otra finalidad que la de experimentar intentando desafiar los estereotipos que se asocian a la figura del filósofo/pensador/intelectual, los cuales no hacen otra cosa que marcar senderos cada vez más estrechos y asfixiantes que terminan por limitar la práctica.
Queriendo deshacernos de tradiciones obsoletas y mandatos que nos exceden, filodoxamos libremente, incrementando nuestra potencia vital e intentando enriquecer nuestra perspectiva, aquí y ahora. Sin tener una finalidad específica, nos permitimos compartir y enriquecer nuestros conceptos. Filodoxar no requiere largas defensa ni exhaustivas definiciones; se trata más bien, de predisponernos a soltar o modificar los conceptos que hemos aprendido/adquirido/construido en el transcurso de nuestra formación (la vida toda), a partir de los aportes colectivos. Un pensamiento libre que renuncia a todo resultado práctico, a todo saber eficaz,  un pensamiento que se resuelve en la nada: el criterio no es la utilidad, sino el debatir-compartir.

En contra del saber experto y en pos de la empatía, los filódoxos, creemos  sobretodo en el ejercicio de la conversación, en la escucha profunda y la libre asociación. Porque desde el diálogo, la opinión, la doxa compartida, los filódoxos (todxs nosotrxs todxs) en puro acto, constituimos mundo.

Creemos que al asumir e incrementar nuestras propias potencias, al dejarnos llevar por el deseo que nos impulsa, sin forzar en él ningún tipo de finalidad ni grandilocuencia,  nuevas formas de producción serán posibles. Intuimos que para que esto se dé, en primer lugar, debemos darnos cuenta que llevamos puesto un saco que no nos pertenece y que nos resulta muy pesado, del cual no tenemos más que desapegarnos.  En última instancia, se trata de reactivar la potencia filosófica, de dejarla fluir libremente, para que cual rizoma se abra paso en el constante devenir, siendo a su vez, deviniente.



[1][…] Más que el intento de acceder a la esencia última de las cosas, imponer al caos del devenir un orden, una medida, un conjunto de formas: éste es el origen de la lógica, las categorías son forjadas sabiendo que implican ‘falsificaciones’ de aquello que es deviniente, en la medida en que deben asumir la regularidad. El hombre no podría manejarse sin más en el ‘caos’, necesita de medios como los axiomas lógicos, los principios, las categorías” Mónica Cragnolini, Nietzsche, camino y demora.

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