Amor se dice de muchas cosas.
Aparato de captura, concepto
abstracto, vacío, totalizador,
legitimante. Ideal regulativo, fin último, sentido, consuelo. De color
rosa y puntillas, de cagarte a trompadas, incondicional a prueba de todo.
Deudor, revolucionario, transformador, radical, intento desesperado e imposible de salir de sí mismo. Lo que
buscamos todos, lo único que nos queda, lo poco que tenemos. Bueno, malo, sano,
patológico, altruista, egoísta.
Sin exagerar, podemos decir que
se trata de uno de los conceptos más ambiguos, abarcadores y (por eso mismo)
tentadores con los que contamos en nuestro lenguaje cotidiano.
No escapa a las rivalidades dicotómicas que nos ayudan a
entender el mundo como seres racionales que pretendemos ser, no obstante, cuando
decimos “amor” nos arrojamos torpemente al intento de dibujar un límite capaz
de contener y dar forma, es decir
unidad, a procesos múltiples, sentimientos, sensaciones, pasiones, estados
anímicos (modos de vincularnos con nuestro entorno, el mundo como horizonte de
posibilidades), que exceden por mucho a nuestro modo de ser racional.
El amor, entonces, es la forma
abstracta de referirnos a los afectos, como producto del vínculo que se da
entre nosotros (en tanto cuerpo) y el mundo. Estas afectaciones, dice Spinoza, son
las que aumentan o disminuyen, favorecen o perjudican la potencia de obrar de nuestro cuerpo. Es decir,
incrementan o frenan nuestro conatus (nuestro esfuerzo por persistir en el
ser).
Por esto, entiendo que nuestra
tarea consiste simplemente en corrernos
del amor como concepto onmiabarcador y confuso, donde se ponen en juego
estereotipos idílicos que terminan por frustrarnos y abrirnos a las sensaciones que se ocultan implícitas
en él. Posibilitar las afectaciones (alegres)
que incrementan nuestra potencia y de ese modo enriquecernos, así como también
enriquecer a todo(s) aquello(s) que se ponga en relación a nosotros.
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